En Cuenca, hablar del agua es hablar de identidad, de historia, de futuro, de vida. Por esto, cada vez que se amenaza una fuente hídrica, la ciudad despierta, y la ciudadanía movilizada es reflejo de una preocupación legítima, que busca proteger lo que no se puede reemplazar. Sin embargo, en medio del ruido y de la desconfianza, corremos el riesgo de reducir un tema complejo a un conflicto binario.
Exigimos que se respete lo esencial, el agua, los derechos de las comunidades y la necesidad de decisiones con información técnica, transparente y con participación real. Porque mientras nos enfrascamos en una discusión polarizada, la minería podría avanzar sin freno, sin controles, sin responsabilidades.
Es natural desconfiar de los proyectos mineros, pero eso no significa que debamos quedarnos callados frente al riesgo de que, por cerrar la puerta a todo, abramos de par en par la ventana a la ilegalidad disfrazada de resistencia, a la contaminación sin nombre ni castigo.
Por ello, además de estudios independientes que garanticen la participación vinculante de las comunidades afectadas, necesitamos un monitoreo ambiental con acceso público, sanciones claras, seguros de reparación y auditorías lideradas por la sociedad civil, para asegurar transparencia y responsabilidad en el manejo de los recursos.
Proteger el agua no significa negarlo todo, sino exigirlo todo, exigir que no nos tomen el pelo, que no nos dividan entre buenos y malos, que no nos digan que la única opción es elegir entre lo legal y lo peor.
El agua no se defiende sola, pero tampoco se defiende únicamente gritando más fuerte. Se defiende mejor si nos sentamos a pensar juntos cómo cuidarla de verdad, porque el progreso no vale nada si se hace a costa de lo que no se puede recuperar. (O)
@ceciliaugalde