Hay algo casi cruel en la naturaleza de la felicidad, justo cuando creemos haberla alcanzado, se nos escurre como agua entre los dedos. No porque no estuviera ahí, sino porque lo que realmente nos sostenía no era el logro, sino el trayecto.
Nos enseñaron a perseguir metas como quien sigue una línea recta hacia una recompensa brillante. Pero en realidad mucho del disfrute está en planificarlo, en imaginar, en soñar, en prepararnos para un viaje, para unas vacaciones, para un encuentro especial, en la anticipación de lo que esperamos alcanzar.
Con el tiempo uno empieza a entender que lo que realmente llena, lo que da sentido, es el proceso, es el camino. Esa mezcla de incertidumbre, esfuerzo, entusiasmo y pequeñas victorias que nos mantiene despiertos, ilusionados, conectados con la vida.
La anticipación tiene una magia que el resultado no puede igualar. El viaje hacia lo que queremos, esa etapa donde aún no hay certezas, pero sí esperanza, tiene una energía vital que no siempre reconocemos a tiempo. Como escribió Viktor Frankl, “el hombre necesita una razón para ser feliz”, no solo una meta cumplida, sino un propósito en movimiento.
Y es que cuando la felicidad se reconoce en el presente, en la construcción, en la versión de nosotros que se va formando en el trayecto, entonces nos acompaña incluso antes de llegar.
Quizá la madurez tiene que ver con esto, con dejar de mirar el éxito como un lugar de llegada y empezar a celebrarlo como una forma de andar. Con saber que no hay destino que valga la pena si no disfrutamos el movimiento. Y que algunas de las mejores emociones de la vida habitan justo ahí, en el segundo antes, en la chispa de la posibilidad, en ese vértigo dulce previo a lo que está por venir. (O)
@ceciliaugalde