Desde una mirada sencilla y humana, el sentido de la vida es una pregunta que acompaña a todas las personas desde siempre. No es solo una duda filosófica, sino una necesidad profunda: queremos saber por qué vivimos y para qué existimos. A diferencia de los animales, el ser humano es consciente de su paso por el mundo y busca darle un propósito a lo que hace. Como dice Grondin (2005), solo quien sabe que su vida tiene un final se pregunta por su sentido.
Hoy en día, muchas personas intentan llenar ese vacío con cosas materiales: dinero, fama, placer o poder. Sin embargo, como señaló Camus (1981), cuando la vida pierde su significado, aparece el sentimiento de absurdo. Por eso, es importante recordar que la vida no se reduce a lo que tenemos, sino a lo que somos. Recuperar la conexión con lo espiritual, con la naturaleza y con los demás nos permite encontrar un sentido más profundo y duradero.
A lo largo de la historia, distintas culturas y pensadores han buscado respuestas. Aristóteles decía que todo ser humano tiende al bien y a la felicidad, y Santo Tomás de Aquino afirmaba que el sentido último está en Dios. De igual forma, Viktor Frankl (1998) descubrió que incluso en el sufrimiento puede haber un propósito, si se enfrenta con esperanza y fortaleza interior.
Vivir con sentido no significa evitar los problemas, sino darles un valor. La vida cobra plenitud cuando se la entiende como una oportunidad para amar, servir, crear y dejar huella en el mundo. No se trata de inventar un sentido, sino de descubrirlo en nuestras relaciones, en el trabajo, en la fe y en el compromiso con los demás. Encontrar el sentido de la vida es, en definitiva, aprender a vivir con propósito, esperanza, amor a Dios y hacia todo lo que nos rodea. (O)