Es posible que este título despierte la curiosidad de saber si ha muerto una política o una gobernante de años pretéritos. Pero en su lectura descubrirán que se trata de otro tipo de líder, porque esta cualidad no pertenece únicamente a los ideólogos o políticos —muchos causantes de más daño que bien—, sino también a una líder del arte, de nuestra música vernácula; quizá una de las últimas representantes de una generación muy sui géneris.
Hablo de una líder que, desde el canto, influyó con hondura y belleza. En la música, como en la pintura, la literatura o el cine, el liderazgo no se impone con autoridad ni con autoritarismo, sino que se conquista con talento, coherencia y alma. Estas virtudes fueron las que acompañaron a Paulina Tamayo Cevallos, artista que supo innovar, inspirar y motivar el renacer de la música patrio.
Su voz, su presencia escénica y su fidelidad a las raíces hicieron que muchos siguieran su ejemplo, y que nuevas generaciones compartieran el gusto por la identidad musical, aun en medio de una invasión de canciones estridentes, triviales y grotescas, desprovistas de sentimiento y poesía: esos ingredientes que no se desvanecen con el tiempo, sino que permanecen en el alma.
Cuando me disponía a recordar el asesinato, 11 años atrás, del estudiante universitario Gabriel Palacios Bravo, en un día precisamente como hoy, la vida me confronta con otro dolor: la partida de Paulinita Tamayo, “la Grande del Ecuador”. En nuevo sentimiento no me exima de recordar a Gabriel, mi apadrinado, quien fue arrebatado por los celos inhumanos en plena juventud, y la justicia, una vez más, prefirió enterrar el crimen y dejar a los culpables sigan caminando con el peso de la culpa y el remordimiento de conciencia.
Hoy, a ese recuerdo trágico, se suma el dolor por la muerte de Paulinita. Sus canciones guiaban corazones, despertaban memorias y tejían identidad, esa identidad que, junto con la religión y la lengua constituye el cimiento más profundo de nuestra cultura. En cada interpretación vibraba la fuerza de una mujer que comprendió que el arte también es liderazgo, cuando se ejerce con autenticidad y amor por la tierra.
La conocí siendo adolescente en mi pasantía por Quito en 1980, y más tarde su canto me deslumbró. En abril de 2018 nos reencontramos en Sígsig, en un concierto ofrecido ante un público eufórico. Hoy su voz se apaga en la tierra, pero resuena en el corazón del pueblo que la recordará por siempre, cuando el alma necesite sentirse viva. (O)







