Vivimos una época marcada por la polarización, donde el poder se ejerce no como herramienta de servicio, sino como arma de confrontación. En este contexto, la ética del poder se vuelve no solo necesaria, sino urgente. La ética, entendida como reflexión sobre lo justo y lo correcto, debe ser el eje rector de quienes ocupan espacios de decisión, especialmente cuando las sociedades se fragmentan entre extremos ideológicos, económicos o culturales.
El poder sin ética degenera en autoritarismo, manipulación o indiferencia. Pero el poder con ética se convierte en liderazgo transformador, capaz de unir en lugar de dividir, de escuchar en lugar de imponer. En tiempos de polarización, el verdadero líder no es quien grita más fuerte, sino quien construye puentes entre diferencias, quien reconoce la dignidad del otro incluso en el disenso.
La masonería, en su tradición filosófica, ha sostenido que el poder debe estar al servicio del bien común, guiado por la sabiduría, la justicia y la templanza. Esta visión cobra especial relevancia hoy, cuando el ruido de las redes sociales y la inmediatez de la política amenazan con vaciar de contenido ético las decisiones públicas.
La ética del poder exige humildad para reconocer errores, valentía para defender principios y generosidad para compartir responsabilidades. No es una ética de perfección, sino de conciencia. Y en tiempos de polarización, esa conciencia puede ser la diferencia entre el caos y la convivencia. (O)
@mpiedra0768









