En el Ecuador, la salud pública no está enferma: está en coma, y lo peor es que quienes deberían asistirla fingen no escuchar el monitor que marca su agonía. Mientras izquierdas y derechas se entretienen en sus trifulcas politiqueras, el ciudadano común se desangra entre pasillos sin médicos, recetas sin medicinas y esperas sin esperanza.
El debate político se ha vuelto una distracción inútil. Se discute quién debe administrar el sistema de salud —si el Estado o el sector privado— como si el enfermo tuviera tiempo para escuchar disputas sobre quién le entrega la pastilla que necesita. Lo urgente no es el color del gobierno, sino la salud del pueblo, que debería ser sagrada para cualquier régimen que se precie de humano.
Hoy los hospitales públicos se han convertido en salas de espera de la desesperanza. Faltan insumos, manos expertas y ética. En ciertas casas de salud se despide a médicos capaces, mientras los burócratas gandules de talento humano o salud ocupacional, remueven a personal calificado hacia otros servicios, verbo y gracia en el hospital VCM. La lógica se ha invertido: en vez de mover o separar a estos ineptos, se castiga a los que curan.
La medicina debe ser preventiva, curativa y rehabilitadora. En el Ecuador, sin embargo, hemos añadido una cuarta fase: la evasiva. El Estado ni previene, ni cura, ni rehabilita; solo evade. Se escuda en la falta de recursos, cuando lo que realmente falta es vivacidad y visión.
El caso del IESS merece diagnóstico aparte: padece metástasis institucional. Allí, el afiliado ha pagado toda su vida por un derecho que, llegado el momento, se convierte en limosna o en pesadilla. Nada es gratuito, todo es tramitado, y detrás de cada trámite asoma el rostro avaro del soborno. Se ha hecho pública la prosperidad repentina de ciertos directores y las “casas de salud” de sus parientes, mientras los hospitales colapsan y las deudas con los verdaderos prestadores de servicios médicos siguen en mora.
Ha llegado el momento de una cirugía mayor: que el IESS se limite a administrar con eficiencia las pensiones y, de continuar con la atención médica, se libre de las telarañas sindicales, de los políticos corruptos y de la burocracia que lo parasita. De caso contrario, se analice la propuesta en boga.
Mientras tanto, el enfermo sigue en la camilla, sin suero, sin médico y sin fe. El Estado, impasible, le toma el pulso… y declara que aún respira.
¡La salud ecuatoriana no necesita discursos ni diagnósticos: necesita resurrección! (O)







