Los techos de cristal no siempre se ven; se sienten. Se sienten de maneras que solo quienes los hemos enfrentado podemos reconocer: miradas heridas, esperas inciertas, oportunidades estériles, sueños pausados; son formas de una frustración silenciosa que acompaña a muchas mujeres a lo largo de su camino.
Estos techos, aunque invisibles, pesan; son barreras palpables que impiden el acceso de mujeres y de otros grupos históricamente excluidos a espacios de decisión, poder y reconocimiento. Son estructuras enraizadas en un sistema patriarcal que, con indiferencia, ignora la calidad profesional, la cualidad humana y la igualdad de condiciones.
Construir escenarios distintos —más favorables, justos e igualitarios— es un deber ético y político. Una vida sin barreras es aquella en la que el talento y la dignidad pesan más que los prejuicios ¡Las instituciones deberían garantizar que nadie quede atrás! En ese recorrido, siempre habrá personas que nos sorprendan y siempre habrá quienes se conviertan en maestras sin proponérselo.
Hoy, más allá de las expectativas que solían condicionar una carrera, esos techos de cristal muestran una fisura evidente; los roles tradicionales asignados a lo masculino se han transformado, y a la obra dura se le ha otorgado un matiz distinto: una feminidad desafiante que abre camino.
Romper ese techo de cristal cambia percepciones, cuestiona estereotipos y se convierte en un referente local. La infraestructura del territorio, hoy en manos de lo femenino, es prueba de ello: un bagaje que nace del ADN, no como metáfora. La tenacidad profesional honra una escuela familiar.
Porque romper los techos de cristal es permitir que cada mujer levante la mirada y encuentre un cielo que siempre le perteneció. Es un acto de justicia y discernimiento, pero, sobre todo, de sensibilidad humana. (O)
