Anne Duformantelle dijo que la vida es un riesgo inconsiderado, que nosotros, los vivos, corremos. Vivir supone, no solo tener que morir, sino experimentar, exponerse y por extensión, sufrir. También, por favor, el hermoso riesgo de alguna vez ser feliz, que nos hace amar la vida más allá de lo factible. El riesgo es consustancial a la tensión de una vida significativa, y ahora, que al parecer nos contentamos con la esclavitud voluntaria, vale la pena recordar que igual todos vamos a morir ¡Memento mori! Entonces valdría la pena recobrar la lucidez de la conciencia y afirmar aquello que nos hacer ser nosotros mismos y obedecernos a nosotros mismos, aunque eso nos cueste la vida, pues cuál sería el sentido de la vida, si finalmente no podemos servirnos de ella. Y por supuesto, que la reactivación de la vida no necesariamente ocurre en los márgenes, los excesos, generando transgresiones o, en definitiva, recorriendo los límites. Se trata tan solo de ajustar la perspectiva y de jurarnos honestidad y lealtad para poder advertir el riesgo de vivir deveras, porque la vida es vida frente a otros que pueden estar muy cómodos en su transitar seguro, pero obediente. Es que seguirse a sí mismo es un riesgo que pocos están dispuestos a correr, muchas personas fracasarán y nadie quiere fracasar, pero en esa negación, en esa huida del miedo, paradójicamente, se puede perder la vida en la peor de las cobardías. El riesgo si bien reconoce la incertidumbre de todo, el riesgo inaugura el porvenir. Niega la renuncia en la que se erige, por ejemplo, el sistema capitalista, y recibe con intensidad lo que es dado, sin que ello suponga la justificación de lo instituido. Duformantelle dirá que es la simple atención al presente deshecho de la coartada de la esperanza. (O)



