
¿A quién le corresponde garantizar el derecho a trabajar, a viajar por cualquier parte del territorio nacional, a movilizarse por las vías estatales, a protestar, pero sin violencia?
La respuesta es obvia: al Estado, cuyo poder, en el caso del Ecuador, en el presidente de la República.
En el Ecuador de estos trece de días de paro, si bien focalizado en la provincia de Imbabura, en la cual impera la minería ilegal, los manifestantes operan a sus anchas.
Según reportan los medios de comunicación, cumpliendo con rigurosidad el oficio periodístico, grupos de manifestantes iracundos y provistos hasta de fuetes, algunos hasta encapuchados, obligan a cerrar comercios, tiendas, mercados, de quienes cuya cotidianidad es trabajar; en otros casos, exigen botar miles de litros de leche, impiden el libre tránsito de productos del campo a las ciudades, el traslado de enfermos, “pinchando” las llantas de los vehículos.
A esos grupos solo les conviene hablar de la violencia ejercida por el Estado, peor si hay muertos y heridos, menos de la que provocan. A la primera la llaman “criminalización de la protesta”. A la de ellos, “lucha”.
Si es repudiable la violencia, en casos muy puntuales, de las fuerzas del orden, y la ha habido en estos días de paro, igual es la impulsada por las organizaciones sociales, hasta con metodologías revelaradoras de entrenamiento al estilo guerrillero.
Decir sin siquiera inmutarse de que el paro continuará de manera indefinida mientras el Gobierno no derogue el decreto con el cual puso fin al subsidio al diésel, demuestra, por tercera ocasión, la sinrazón de la dirigencia.
Si es por ellos, y así lo dan a entender, pueden mantener el paro por el tiempo que quieran, sin importarles la suerte de la mitad más uno del resto de ecuatorianos, despertando sospechas sobre cómo sobreviven y se movilizan.
“Tus derechos terminan donde empiezan los de los demás”, dice una máxima en proceso de extinción.