La revocatoria del mandato de las autoridades de elección popular va desvirtuándose, convirtiéndose, más bien, en signo de inestabilidad, de oportunismo político y hasta de revanchismo.
Por ventaja, a tiempo la legislación de la época, es decir cuando en la Constitución se plasmó esa “novedad”, logró reglamentarla, exigiendo algunos requisitos.
Se requiere cierto número de firmas cuya autenticidad debe ser certificada; pedir, para el efecto, formularios al Consejo Nacional Electoral, ante el cual deben exponerse los motivos para solicitar la revocatoria, entre otros requisitos.
Sobran los dedos de una mano para señalar cuántos procesos de revocatoria han sido aprobados y llevados a efecto.
El incumplimiento del plan de trabajo es el principal si no el único motivo para buscar la salida del poder de cualquier autoridad.
Para cumplirlo, la autoridad tiene cuatro años; pero al cabo del primero ya puede ser objeto de esa intentona.
La mayoría de los intentos abortan en el camino. Mientras se tramitan, la administración se debilita; los increpados deben defenderse, ni se diga si el proceso se pone en marcha.
Algo así acaba de suceder con el alcalde de Quito, Pavel Muñoz. La recolección de firmas estaba en apogeo, pero el patrocinador de la revocatoria ha dado marcha atrás, aduciendo, de alguna forma, cierto temor implantado por el CNE al establecer que quienes las recogen pueden ser sometidos a juicio penal de comprobarse su falsedad.
Así cualquiera se desalienta; y si la revocatoria se desnaturaliza por los motivos expuestos, con mayor razón si se ponen semejantes miedos.
Similar vaivén ocurre con la revocatoria de una autoridad elegida en las urnas si pide votar por sus coidearios, simplemente por decirlo, por insinuarlo, cuando lo sancionatorio debiera proceder si usa bienes públicos a su cargo o dinero estatal.
Pero así es la política “a la ecuatoriana”.