Es reprochable la actitud del gobernador del Azuay, del prefecto provincial y del alcalde de Cuenca, al trenzarse en una batalla verbal sobre los hechos de violencia ocurridos en estas semanas en la ciudad y en otros cantones de la jurisdicción.
La inseguridad no se la combate con palabras, acusaciones mutuas, egos, ni llamados a rendición de cuentas entre los protagonistas de esta comedia parroquiana; tampoco con poses de grandeza ni grandilocuencia, peor con intereses politiqueros de por medio.
Cada uno cumpla el rol asignado por la ley y la Constitución.
El gobernador representa al gobierno central, el responsable de la seguridad de todos los ecuatorianos.
Aténgase, por lo tanto, a las políticas o planes dispuestos desde el Ejecutivo, y coordine con la Policía, el Ejército, la Fiscalía, vele y exija su cumplimiento en la provincia.
El Consejo de Seguridad Ciudadana, adscrito al municipio, financiado con aportes ciudadanos, haga lo suyo, promueva la participación popular para involucrarla en el asunto, y tome las acciones encaminadas a ser parte de las soluciones, no de los problemas.
El GAD provincial, igual. Cada cual en lo suyo, pero trabajando con un mismo objetivo: la seguridad ciudadana.
Pero no. Eso no ocurre. Cuenca y toda la provincia asiste a un forcejeo no por craso, inútil, ajeno a la realidad social del momento.
En estas últimas semanas han ocurrido siete muertes violentas al estilo sicariato y a plena luz del día; circulan vehículos sin placas; personas de dudosos antecedentes se afincan en las áreas urbano rurales, y un largo etcétera.
Cuenca no es una isla de paz en medio de un territorio donde los grupos criminales se enfrentan al Estado. Ojalá fuera así. Si bien se vive una paz relativa, cualquier hecho violento causa pavor y preocupación.
Y cuando ocurren, deben, cuando menos, convocar a la sensatez de las autoridades, no a engarzarse en palabrerías. ¡Ya basta!







