Desdeñar lo evidente; decir algo así como: “a mí resbala”, y extralimitándose en el poder, atornillar irregularidades sin un mínimo sentido de vergüenza, de respeto a la crítica, sobre todo a los hechos demostrados, significa endiosamiento, y dar los pasos más seguros para consolidar el autoritarismo en ciernes.
Eso ocurre cuando se controla todo, a tal punto que para lograrlo, quien dirige los destinos de un país, tal si fuere un director de Recursos Humanos, traslada a los íntimos colaboradores de su patrimonio familiar al sector público, donde él pone las reglas de juego.
Los resultados de tan inédita gestión no pueden ser los mejores, no solo por las diferencias abismales existentes en el sector público y el privado, y con mayor razón si este es ultra poderoso, cuanto porque en cualquier decisión siempre primarán las disposiciones del “nuevo patrono” con otro ropaje. Hasta para conservar el cargo original, el o los ungidos deberán hacerle caso.
Bajo esa regla de doble fijo, no importa si los trasladados cumplen con los requisitos exigidos por la ley, amén de si están preparados; peor si en el cumplimiento de las nuevas funciones, cometen irregularidades o veladamente se benefician o benefician a sus allegados.
Actúan así porque se sienten respaldados, y, con más ímpetu si este llega de manera pública; y no de cualquiera, nada menos que de quien ejercer el poder.
Si eso resulta descarado, igual o peor debe serlo, si hasta llega a dárseles facultad para tener voto dirimente en sesiones de apenas con tres. En un santiamén se los torna súper poderosos.
En tanto, el detentador del poder ensaya las más variopintas justificaciones para salvar el pellejo de sus subordinados, comenzando por acusar de corruptos a quienes le exigen rectificaciones, como si el conflicto de intereses, de haber sido designados al margen de la ley, no cuadraran dentro de aquella práctica.
¡Pobre IESS!






