Para no ser víctimas de extorsiones (“vacunas”), de las “balas perdidas”; para evitar que sus hijos sean reclutados por las bandas criminales; en suma, por la inseguridad galopante, cientos, miles de familias se ven forzadas a abandonar los lugares donde habitan.
Es la migración forzada, un fenómeno social, consecuencia, insistimos, de la inseguridad, alimentada también por los altos índices de pobreza y de extrema pobreza.
Está ocurriendo el Ecuador. Pocos lo asimilan, y, al parecer, menos aún el gobierno.
Según un estudio de la Defensoría del Pueblo y de la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), el cantón Ponce Enríquez, a nivel nacional ocupa el primer lugar en cuanto al desplazamiento interno de personas.
En ese cantón azuayo reina la minería ilegal, acaso la principal actividad del crimen organizado internacional, ahora que el precio de la onza de oro está por las nubes.
Pese a los golpes asestados por la Policía y el Ejército, las bandas criminales, sobre todo la división entre ellas, han hecho de esa jurisdicción un verdadero polvorín, extendiendo sus tentáculos a la provincia de El Oro.
Y como si eso fuera poco, de acuerdo al estudio, Cuenca se ha convertido en la principal receptora de esas familias que huyen de la violencia.
Según el Observatorio de Desplazamiento Interno, las provincias desde donde más migran las personas son de Esmeraldas, Guayas, Manabí, Los Ríos, y, por lo general escogen Cuenca y Quito como destino final.
Una situación preocupante por demás. Esos nuevos residentes, cuyo regreso nadie garantiza, llegan en pos de trabajo, con hijos estudiando, casi sin dinero para subsistir. Deben, en algún lugar de la ciudad, estar viviendo hacinados, deambulando, y tras ellos, nadie sabe quiénes más ni con qué intenciones.
Escogen Cuenca, supuestamente por su seguridad, un espejismo cada vez más desvanecido.
Las autoridades locales no parecen vislumbrar el problema.










