
Desde hace más de un mes, Alberto vive encerrado en el pequeño cuarto que alquila en Los Ángeles. Por miedo a encontrarse con los agentes de migración, ni siquiera ha salido a hacer las compras.
«Es terrible», suspira este salvadoreño de 60 años, sin visa para permanecer en Estados Unidos. «Es un encierro que no se lo deseo a nadie«.
Para sobrevivir, el hombre se apoya en una organización que le lleva alimentos dos veces por semana.
«Me ayuda muchísimo, porque si no tengo esto (…) ¿cómo voy a comer? No tengo trabajo», dice Alberto, quien por temor se identifica con un seudónimo.
En la arremetida anti-inmigración de comienzos de junio en Los Ángeles cientos de personas, en su mayoría latinos, fueron detenidas en las calles, o en lugares de trabajo como autolavados, ferreterías y fincas agrícolas.
Videos en redes sociales mostraron a agentes enmascarados y armados ensañarse con los migrantes. La aparente brutalidad y arbitrariedad de las operaciones desató una ola de protestas en Los Angeles, algunas de las cuales terminaron en actos de violencia y vandalismo.
Con el argumento de que la ciudad sucumbía al caos, el presidente Donald Trump envió a cientos de marines y efectivos de la Guardia Nacional, a pesar de que las autoridades regionales y locales afirmaban tener la situación bajo control.
Una redada en un autolavado, en la que que varios de sus amigos fueron arrestados y luego deportados, dejó a Alberto atrincherado en su habitación y ya no volvió al trabajo.
A pesar de ser prediabético, duda de ir a su próxima cita médica. Solo sale para estirar las piernas en el pasillo que lleva a su cuarto.
«Estoy muy estresado. Me duele la cabeza, el cuerpo», se queja Alberto mientras lamenta no poder trabajar.
Hace quince años que está en Estados Unidos y piensa que este segundo mandato de Trump «es lo peor de todo».
– «Pueblo fantasma» –
Trump regresó a la Casa Blanca gracias, en parte, a su discurso en contra de la inmigración. Pero su ofensiva en Los Angeles, donde hay cientos de miles de trabajadores indocumentados, sorprendió a la ciudad.
El miedo a las redadas en los lugares de trabajo o en las paradas de autobús se expandió.
En junio, el uso del sistema de transporte público cayó 13,5% en comparación con el mes previo.
«Cuando manejas en ciertos vecindarios, a veces parece como un pueblo fantasma«, describe Norma Fajardo, de CLEAN, una oenegé que agrupa a trabajadores de autolavados.
El grupo, junto con otras organizaciones, ayuda con donaciones de comida a aquellos que se escondieron en sus casas.
«Esto es muy necesario«, refiere Fajardo, una estadounidense de 37 años que considera la situación como «muy triste e indignante».
«La gente debería poder ir a su trabajo sin temor a ser secuestrada», sostiene.
En junio, el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés) arrestó a más de 2.200 personas en el área de Los Ángeles, de acuerdo con documentos analizados por AFP. Un 60 % de ellos no tenía antecedentes penales.
– «Nueva normalidad» –
El Congreso acaba de aprobar enormes recursos financieros para el ICE, incluyendo 30.000 millones de dólares destinados a la contratación de 10.000 agentes adicionales para operativos de detención y deportación.
Por esto, Fajardo cree que la arremetida no va a parar.
«Parece la nueva normalidad», dice. «La primera vez que supimos de una redada en un autolavado nos sentimos en una situación de emergencia. Recién ahora comenzamos a aceptar que tenemos que hacer planes a largo plazo», explica.
Las donaciones de alimentos también se volvieron esenciales para Marisol, una hondureña que ha pasado semanas confinada en su apartamento con doce familiares.
«Le damos gracias a Dios constantemente (…) porque ha sido un gran alivio», dice la mujer de 62 años que no ha ido a misa en este tiempo.
Ella también se identifica con un seudónimo y tapó sus ventanas con cortinas para bloquear la visibilidad desde afuera.
Le prohibió a sus nietos abrir la puerta y se preocupa mucho cuando sus hijas van a trabajar algunas horas para cubrir los gastos básicos.
«Siempre que ellas salen también pido a Dios que regresen, porque no se sabe, ¿verdad? Es aquella incertidumbre», comenta.
Marisol huyó de Honduras hace 15 años con su familia por temor a que una pandilla reclutara a sus hijos.
Pero ahora se preguntan si vale la pena seguir en Estados Unidos.
«Mis hijos ya me han dicho: ‘Mami, a veces yo preferiría irme a Europa'». AFP