Más de 100 millones de dólares por pérdidas en Imbabura, dos muertos, heridos, tanto de parte de los manifestantes como de las fuerzas del orden, ahondamiento de la animosidad entre ecuatorianos; polarización política al extremo, es el saldo de un paro orquestado por fracciones de la CONAIE, al cual se adhirieron, como siempre, bandos políticos.
El Gobierno vuelve a su sede histórica: Quito, la cual se libró de ser tomada por los protestantes y arrinconada por la violencia, como ocurrió en 2019 y 2022.
Ese escenario de terror lo vivió Imbabura durante un mes. Su economía fue, literalmente, dinamitada. Tardará mucho tiempo en recuperarse, siempre y cuando el Gobierno le auxilie. Es más, es su deber hacerlo.
Ni el Régimen canta victoria, ni la organización indígena, en especial sus dirigentes, sus ideólogos, aceptan la derrota.
Tras una hecatombe no hay vencedores ni vencidos. Únicamente quedan pérdidas, no solo económicas; también heridas, resentimientos, odiosidad, sospechas, acusaciones, rupturas insalvables, y son imposibles de cicatrizarse.
La gran mayoría de ecuatorianos, pese a no estar de acuerdo con la eliminación del subsidio al diésel, terminó por resignarse; en aceptar que este aparente beneficio no puede ser eterno, ni seguir beneficiando a los más potentados, peor a las mafias criminales y a contrabandistas.
Uno de los derrotados ha sido la incapacidad para dialogar, o pretender hacerlo con condicionamientos; igual el poco talante para entender que el Ecuador es uno solo, como uno solo es el Estado, uno solo el territorio en el cual convive diversidad de etnias.
Corresponde al gobierno transparentar el uso de esos USD 1.200 millones provenientes de la eliminación del subsidio. Los debe invertir en obra social a favor de los miles de desposeídos, entre ellos los indígenas, aquellos que están en la base de la pirámide, y son los olvidados, también los utilizados.