Estamos a pocas horas de volver a las urnas para tomar decisiones que comprometerán el curso de acciones de, por lo menos, los próximo cuatro años. Cualquiera que se detiene a asimilar este desafío sabe que no es poco lo que está en juego, sin embargo, en Cuenca y en el Azuay, la decisión ha sido postergada hasta el último momento. No se trata de la irresponsabilidad del electorado, esta alta indecisión es indicador de al menos dos cosas.
En primer lugar, hay una gran decepción de la clase política en general ante las expectativas frustradas y promesas incumplidas. Las campañas electorales, convertidas en plebiscitos emocionales, exasperan el discurso a niveles tan altos que las decisiones se hacen sobre el imperio de las emociones, aquellas que fácilmente se derrumban cuando la realidad enfrenta a quien llega al poder. Con esa experiencia hay cada vez menos interés del votante por tomar una decisión con la adecuada anticipación. Dado que al final queda en letra muerta lo ofrecido por el político de turno.
La segunda razón es porque el discurso electoral del político no motiva la atención y mucho menos la retención de información por parte del votante. El abuso de promesas, cual listado de abarrotes, agrupados en tres ejes, cuatro políticas, o cinco programas, etc., etc., terminan por ahuyentar al ciudadano que sólo quiere tener la opción de escoger por quien le vuelva un poquito más llevadero su diario trajín. Esa decisión no es otra cosa que un ejercicio de confianza. Aquella que la clase política la ha perdido.
Así las cosas, el ejercicio democrático de este domingo, para un poco más del tercio de la población que se ha mantenido indecisa, terminará siendo el resultado del azar, el fruto del ánimo de las primeras horas, de la conversación más reciente, o, por último, del color de la espumilla. (O)