
Como lo decía Lavoe: La calle es una selva de cemento. Les cuento. Tomé el carro para ir a comprar unos útiles para mi hija. Claro, se me ocurrió la idea de irme al Centro Histórico. En mi trayecto, observaba unas particularidades. ¡Vaya que me llamaron la atención! Vi a un sujeto en moto que remolcaba una lavadora. ¡Sí! Un electrodoméstico enorme iba sobre una escuálida motocicleta. Me sonreí y continué.
Pasaron pocos minutos y de la nada un motorizado se cruzó por el medio de un parterre. A vista y paciencia de todos. No me quiero imaginar lo que le hubiese pasado si lo embestía un vehículo a gran velocidad. Seguramente, lo lanzaba por varios metros. Afortunadamente iba despacio y frené a tiempo para no impactarlo.
De a poco me acercaba al destino. Pero en ese trayecto me encontré con más cosas. Un taller de motos se había tomado la calle y la vereda. Conté más de 20 motocicletas estacionadas. ¡Casi un tercio de la cuadra estaba ocupada! Mientras seguía avanzando noté que otros talleres igualmente se han adueñado de los espacios públicos.
¡Pero la cosa sigue! Los repartidores han visto las calles el mejor lugar para hacer acrobacias. Observé a unos cuantos andar en una llanta, por poco arrastraban las cajas que llevan en la espalda. Me pregunto. ¿Cómo llegarán esas encomiendas?
¡Hay yapa! Me percaté que unos pocos respetaban el disco pare o el rojo del semáforo. Esas señales de tránsito sirven solo para los giles. Y claro, no podían faltar quienes manejaban las motos en contra vía, sin importarles nada.
Bueno. Llegué al sitio que me indicaron y en un abrir y cerrar de ojos me cayeron dos sujetos con chalecos de color tomate con sellos de la Policía Nacional. Me dijeron: Jefe, la “cuidada” vale un dólar y no se olvide de poner tarjeta. Me quedé callado mirándolos y me retiré para guardar el carro en un parqueadero. Esta vez corrí con suerte. Vaya que movilizarse por la ciudad le ponen los nervios de punta. (O)