Sí, allí están. No tanto invisibles, pues ellos mismo se visibilizan.
Están en Cuenca, en Guayaquil, en Quito, en Zamora, en Loja, en Esmeraldas, en Ambato, en Riobamba. En fin, en todas las ciudades, en todos los pueblos de este Ecuador sumido en las horas más oscuras que le ha tocado vivir.
Unos están en las intersecciones controladas por semáforos, esperando que el rojo, en apenas 25, 30 o 45 segundos les permita hacer sus acrobacias, limpiar los parabrisas, vender fundas plásticas para la basura, ofrecer chupetes, canguil de dulce, melcochas, o, simplemente para extender la mano en busca de otra piadosa mano.
Si son negros son malvistos, tomados por delincuentes, por “cocaderos”; sin son “venidos del páramo”, sobre ellos pesa el prejuicio de no bañarse, de ser ociosos, borrachos; si son del extranjero, de no tener futuro, de que por vagos se aventuran por el mundo, de que llegan para delinquir o no buscan trabajo, pero si lo buscan nadie los da por esas mismas suspicacias.
Se los ve hasta en las vías llenas de huecos, tapándolos con lo que sea a cambio de una moneda del chofer, del chofer que pasa viéndolos de reojo y con recelo.
Están en las plazas y mercados ofreciéndose como “cargadores”, vendiendo o revendiendo lo que sea: desde agujas hasta una funda de choclos, en muchos casos seguidos de una “parva” de hijos.
Están en los basurales, disputándose lo que sea con los perros callejeros; recorriendo calles y plazas en busca de cartones, de si alguien echó alambres eléctricos inservibles, o envases de sodas o de cualquier otra bebida azucarada, edulcorada, pero vendida como si fuera el elixir de la existencia.
¿En dónde más están?
Muchos lo estarán en sus covachas, bajo los puentes, a la sombra de los árboles, de las bananeras, soñando con irse quien sabe a dónde, de que alguien venga por ellos, de que alguien entienda que también son parte de este país del absurdo.
Unos llegan. Otros se van. Unos, ni bien llegan se van, y, en el fondo, no saben si llegan o se van.
Llegan o se van los despavoridos por las balaceras; los expulsados por los malos, por los malos que hace tiempo perdieron su propia humanidad; los desarraigados de sus tierras porque ya no producen, o lo poco que producen se los llevan los vivos de siempre; los expatriados por los tiranos de turno, que convirtieron a sus países en sus feudos; los echados por el Estado que a duras penas los tiene para la estadística, o los políticos para sumar votos; los lanzados por tanta inequidad e iniquidad.
Son parte de la “mancha humana” que sobrevive bajo el cielo de este país insufrible. (O)