Catalina de Erauso fue novicia, militar, asesina y ludópata. Era la menor de seis hermanos. A los cuatro años la internaron junto con sus tres hermanas en el convento de las dominicas. Por rebelde, la trasladaron a otro de normas más estrictas. Vejada por una de las monjas, huyó del monasterio sin haber llegado a profesar. Anduvo errante hasta que llegó a casa de un pariente que no la reconoció por sus ropajes masculinos. Catalina había decidido vivir bajo la piel de un hombre. Se hacía llamar Francisco de Loyola.
Se enroló en la flota que partía hacia América. Cuando los galeones regresaban a España cargados con oro y plata, robó quinientos pesos del camarote del capitán. Viajó al Perú donde trabajó como ayudante de un comerciante en Saña. Su ludopatía la involucró en una riña que terminó con un muerto, un herido y ella en la cárcel. Su patrón la sacó de prisión. Para librarla del cargo de homicidio la envió a Lima a trabajar con un amigo suyo. Según cuenta ella misma, en Lima tuvo relaciones con la sobrina de su jefe, lo que le costó el despido. Sin trabajo ni dinero, se reclutó como soldado para pelear contra los indios mapuches en Chile. Batalló por cuatro años al cabo de los cuales le ascendieron a alférez. Una tarde chilena de 1609, esperando regresar a Lima, en una trifulca atravesó con su espada a un oficial e hirió de muerte al alguacil que iba a detenerla. Logró escaparse a Potosí donde acumuló todo el oro que pudo y se dedicó a comerciar con trigo.
Nuevamente en Lima, mató a dos hombres en una riña de juego y fue condenada a muerte. Buscada por todo el Perú, la detuvieron en Ayacucho. Al enfrentarse a una muerte segura, Catalina pidió entrevistarse con el obispo. Le reveló el engaño de sus ropas: “Soy mujer”, confesó al clérigo. Conmovido por su historia, pactó que cumpliera su pena en un convento de Huamanga. La insólita y extraordinaria historia de Catalina la convirtió en una celebridad. Fue reclamada por el Virrey de Lima y el arzobispo. Arrepentida y perdonada, regresó como hombre a Europa en 1624, haciéndose llamar Antonio de Erauso. Se entrevistó con el papa Urbano VIII, quien le concedió permiso para seguir vistiendo y firmando como hombre. A partir de ahí desapareció de la vida pública.
Lo que en aquella época era imposible lograr para una mujer, se volvió posible para Catalina, viviendo bajo la piel de un hombre. (O)