Ha pasado medio siglo desde que Ángel Velasco se pusiera por primera vez una máscara de diablo durante la tradicional ‘Diablada de Píllaro’ (Ecuador), sin imaginar que eso lo convertiría en el artífice de la evolución y perfeccionamiento de la terrible y carismática cara del mismísimo Satanás.
Todo comenzó cuando debió alquilar una máscara para representar a Belcebú en la famosa ‘Diablada’, una mágica celebración catalogada como patrimonio cultural inmaterial, que lleva cada año a miles de diablos a bailar en las calles entre el 1 y el 6 de enero.
Se dice que la ‘Diablada’ comenzó en la época de la colonia, cuando los indígenas se vestían de diablos en repudio a las prédicas sacerdotales y al maltrato físico, económico y moral que recibían de los españoles.
También se habla de temas sentimentales y de disputas entre grupos de jóvenes pero -especulaciones a parte- Ángel quedó encantado con la tradición.
Y, al año siguiente, aferrado «al entusiasmo, el gusto y, sobre todo, la paciencia», elaboró su propia máscara, sin siquiera tener conocimiento del proceso, cuenta a EFE, al relatar que no avisó a sus amigos de que él la fabricó, por temor a que le digan que eso «no vale».
Tan poco sabía del proceso que, años después de su primera máscara hecha a base de papel pegado con engrudo, y decorada con cuernos de animales y otros artificiales, se enteró -por casualidad- de que otros lo hacían con un molde y, recién entonces, elaboró uno.
Vendió su primera máscara a un amigo, y aunque ha perdido la cuenta de cuántas ha hecho, recuerda con especial cariño que varias de sus primeras caretas se las compró el famoso y ya fallecido pintor ecuatoriano Osvaldo Guayasamín.
Precio y valor en el arte
Hijo de pueblo pequeño, hombre sencillo, de generosa conversación, Ángel relata que cuando le dijo a Guayasamín que la máscara que quería comprar costaba 20 sucres (la moneda ecuatoriana de la época), el famoso artistas escribió 40 en un papel.
Recuerda que Guayasamín le dijo que «no sea bobo» y que no defina el precio solo por el material sino que le dé valor «por el arte».
«Yo comencé de cero, sin saber nada, sólo por el gusto de bailar (en la ‘Diablada’)», dijo en su taller donde decenas de máscaras pintadas y de feroces expresiones conjugan lo aterrador con lo festivo, capturando la esencia de una fiesta tradicional que atrae a miles de turistas, y que ha trascendido fronteras, gracias a los migrantes «porque donde hay pillareños, hay diablos», asevera.
De 71 años, Ángel rechaza la mala fama que arrastra Satanás, pues algunos «dicen que es maligno y que hacemos culto al diablo», pero «no tiene nada que ver, es una danza como cualquiera», subraya.
Religión y tradición
«Yo soy católico, voy a misa, estoy bautizado y todo», asegura Ángel, al comentar que pese a que ha creado decenas de máscaras -bellas artísticamente, pero aterradoras- nunca ha soñado con el demonio, y tampoco le ha pasado algo malo a él o su familia, pues hay quienes temen que entre tanto demonio circule alguna energía negativa.
Pero Ángel sí ha escuchado que a otras personas el diablo les ha provocado pesadillas, mientras que algunas mujeres mayores que se han acercado a su taller, se persignan en la puerta y no entran.
Prudencia que se entiende, pues al cruzar el umbral de la casa de Ángel, decenas de máscaras con maléficas expresiones y cuernos retorcidos, abren un portal hacia un mundo de sonrisas y miradas maléficas, así como grandes y amenazantes colmillos.
La expresión feroz y desafiante de las máscaras invita al espectador a enfrentarse a sus propios miedos y demonios, así como a explorar los límites entre lo terrenal y lo sobrenatural, aunque para Ángel -el artesano más antiguo de Píllaro- son simplemente una celebración de la vida y un recordatorio de que, incluso en el rostro del miedo, hay espacio para la creatividad y la tradición. EFE