EDITORIAL|
Una democracia sin partidos u organizaciones políticas es difícil concebir. Para captar el poder, de acuerdo con las diferentes ideologías y planteamiento de gobierno los ciudadanos, unidos por la comunidad de ideas se unen. En términos ideales, los que se incorporan a una unidad de esta índole asumen compromisos y uno de ellos es contribuir económicamente para el funcionamiento, lo que se intensifica en las campañas electorales por los mayores gastos que requieren. En países con economías sólidas y sin abismales diferencias como Estados Unidos, los dos partidos tradicionales, como parte de las campañas se empeñan en conseguir aportes económicos, sin que el Estado deba hacer erogaciones para este propósito. La intención de los aportantes, varía.
En países con diferencias económicas exageradas como el nuestro se ha generalizado las creencias que los candidatos con mayores posibilidades económicas tienen amplia ventaja y la idea que algunos piensen que “las chequeras” ponen al presidente. Con dudosas, intenciones la constitución vigente aprobó que el Estado debe, en buena medida, financiar los gastos de campaña para que los movimientos con menores recursos estén en iguales condiciones. Teóricamente se pretende igualar la competencia, si bien no se explica las bajas votaciones en las últimas contiendas del que se considera la persona más rica del país.
Circunstancias, en las que el populismo tiene mucho que ver, ha hecho que se multiplique el número de organizaciones con afanes presidenciables como testimonio de inmadurez democrática. Ha contribuido esta disposición a que grupos poco consistentes lancen candidatos para aprovechar la contribución electoral del gobierno, obteniendo algunos los postulantes votaciones insignificantes. Una explicación para este afán de postularse como candidatos puede ser la vanidad para que gente anónima aparezca en los medios de comunicación, a lo que se puede añadir, según la disposición que comentamos, que el Estado financie esta anomalía.