Esta historia comienza con Howard Carter, un inglés que vivió en Egipto a los 17 años. Trabajó en el museo de El Cairo como copiador de obras, ascendiendo de puesto hasta convertirse en jefe de antigüedades del museo, pero se ve envuelto en una pelea y es despedido. Un día conoce a Lord Carnarvon, un apasionado por la cultura egipcia que le propone patrocinar su búsqueda de tesoros. Tras un año de iniciar la búsqueda, no encuentra nada. Sin embargo, el lord cree en Carter y nuevamente le patrocina. ¿Y qué creen? Tampoco encuentra nada.
El lord le anuncia que costeará una campaña más. Como vio que obtuvo los mismos resultados, le retira su apoyo. Carter va a casa del lord y le dice que está seguro de estar excavando en el lugar correcto. Manifiesta que, aunque ya no le de dinero, le dedicará el hallazgo por todo el apoyo que le ha dado. El lord, conmovido, le paga otra campaña.
Una mañana, Carter llegó a la excavación. Sus trabajadores, estupefactos, apuntaban con el dedo el borde de un escalón. Cuando excavaron, vio que había una puerta con un sello real. Pálido, le avisó al lord del descubrimiento. Mientras tanto, hizo un hueco en la pared y pidió una vela para asomarse al interior. Carnarvon le preguntó qué veía. La respuesta de Carter es la frase más famosa en la historia de la arqueología: “Cosas maravillosas”, le respondió.
Se creía que algunas tumbas tenían maldiciones escritas para ahuyentar a los ladrones y la tumba de Tutankamon no era la excepción. Encontraron una tabla de arcilla que decía: “La muerte golpeará a quien turbe el reposo del faraón”. Cuatro meses después, el lord fue picado por un mosquito, la herida se infectó y se expandió por su cuerpo muriendo finalmente de neumonía. Los periódicos empezaron a hablar de una maldición. El hermano del lord que entró a la tumba ese día, murió misteriosamente al regresar a Londres. De las 58 personas que estuvieron presentes al abrirse la tumba, 12 murieron misteriosamente, aunque Carter murió años después de causas naturales. Para muchos, son coincidencias, para otros, una maldición.
Carter no sólo sacó cientos de tesoros, sino un sarcófago de oro macizo y la impresionante máscara de oro que protegía el rostro de Tutankamón, la que, desde el museo egipcio de El Cairo nos recuerda que, a los muertos, no se les importuna. (O)