Lo ocurrido durante el pasado fin de semana en la Penitenciaria de Guayaquil es una tragedia de grandes dimensiones. Primero por la pérdida de vidas humanas. Segundo, porque mostró la incapacidad de los organismos especializados del Estado para impedir una nueva carnicería, que estaba anunciada. Tercero: porque es el resultado de una política criminalmente permisiva con el narcotráfico que comenzó con suprimir la Base de Manta y, según se ha denunciado, pactar con los cárteles durante el gobierno de Correa.
Los expertos- si es que los hay y los hechos hacen dudar de ello-dirán qué es lo que hay que hacer en adelante para impedir que se repitan estos hechos. Pero en cosas simples habría de inicio que terminar con la mentira instaurada hacia algunos años cuando se creyó que cambiando el nombre de las cosas se cambiaba la realidad. Se comenzó por llamar pomposamente centros de rehabilitación social a las cárceles sabiendo que cada día rehabilitaban menos y más bien dañaban cada vez más la conducta de los presos. A éstos últimos se les llamó pepeeles para mentir que no estaban presos- fea palabra- sino privados de la libertad. Así por el estilo, un Estado mentiroso y cínico pregonó que, como triunfo de la democracia y de un estado de derechos y de justicia, se acaban las cárceles y los presos y se daba paso a la rehabilitación. Hoy sabemos trágicamente que esos antros fueron entregados a mafias y capos que gobernaron a su antojo esas prisiones dirigiendo desde adentro los delitos que afuera cometían los sicarios.
Todos esperamos que las medidas adoptadas por el actual Gobierno empiecen a dar resultados para devolver seguridad y dignidad al sistema carcelario. Y, para ello hay que, primero comenzar usando las palabras verdaderas hasta que cambie el sistema y ojalá algún día podamos hablar de rehabilitacion social. (O)