El 10 de agosto pasó con poco entusiasmo, más como un feriado para el asueto que para la reflexión. La conmoración de la gesta de 1809 fue apenas una mención en actos oficiales, lejos del fervor que merece su profundo significado histórico. Aquel día, el doctor Antonio Ante, como delegado de la Junta Soberana de Quito, entregó al presidente de la Real Audiencia, Manuel Urriez, Conde Ruiz de Castilla, el oficio que lo destituía y anunciaba el inicio de una nueva era. Fue el punto de partida de una proclama de soberanía que, años después, se consolidaría con la hazaña libertaria de Simón Bolívar.
Más de dos siglos después, la independencia lograda se ve empañada por una contradicción constante: el país se emancipó del yugo español, pero ha sido arrastrado, una y otra vez, por autoritarismos de derechas e izquierdas, y -peor aún- por populismos vacíos de principios, sin Dios, sin ideología y sin ley.
Recordar los hechos fundacionales no debe ser solo un ejercicio ceremonial. Es una oportunidad para reflexionar sobre el valor de quienes lo dieron todo por la libertad. Nombres como Espejo, Morales, Ante, Quiroga, Montúfar, Salinas, Riofrío, Arenas, Castillo y Aguilera no pueden ser apenas parte de un acto cívico escolar. Ellos deben representar modelos de virtud, compromiso y valentía, dignos de imitación.
Pero la historia también tiene sus ironías. La misma fecha que marca un hito glorioso ha sido, en otras épocas, el día de ascenso al poder de presidentes que traicionaron el espíritu republicano, desdibujando los ideales de nuestros héroes y convirtiendo al Estado en botín de intereses y corrupción.
Las conmemoraciones cívicas deben servir para preservar la memoria histórica, fomentar el patriotismo, y, sobre todo, educar en valores. No basta con exigir derechos: la ciudadanía implica deberes. Y hoy, más que nunca, necesitamos ciudadanos conscientes de su rol en la construcción del país.
Estas fechas deben fortalecer la identidad colectiva y el sentido de pertenencia. No para quedarnos anclados en el pasado, sino para aprender de él. Las nuevas generaciones deben conocer la historia no como un cúmulo de datos, sino como una fuente de conciencia y responsabilidad.
El Ecuador necesita superar las rencillas interminables. Sin renunciar convicciones ni diluir ideologías, se debe apostar por una nueva independencia: la del pensamiento crítico, la de la comunidad que se organiza, la de la nación que se asume como libre y responsable. Una independencia que no sea solo una efeméride, sino un proceso permanente de memoria, independencia y compromiso. (O)