Las formas también cuentan

En política, las palabras y los gestos no son meros adornos: son parte de la estrategia que incide en la opinión pública y en la movilización social. Lo que hemos visto en los últimos días en Cuenca —el rifirrafe entre el alcalde Cristian Zamora y la vocera del Gobierno, Carolina Jaramillo; así como los choques verbales entre el gobernador del Azuay y las autoridades locales— es un recordatorio de que las formas importan tanto como los contenidos.

El escenario de fondo es la defensa del agua frente al proyecto minero en Quimsacocha. Allí la ciudadanía ya se ha pronunciado de manera clara y masiva: no a la minería en fuentes de recarga hídrica.

Sin embargo, en lugar de dar pasos firmes para que esa voluntad popular sea respetada, el Gobierno responde con acusaciones y con una disputa pública que degrada el debate.

El resultado: ocho días sin soluciones y con una ciudadanía que siente que su voz se diluye en un ring de ataques personales.

En este contexto, la vocera gubernamental adoptó un tono de confrontación directa: tutear al alcalde, responder con frases como “te contradices, mientes y difamas”.

Incluso si se considerara provocada, cabe preguntarse: ¿es ese el rol de una vocería? La literatura sobre comunicación política advierte que el uso de la palabra en escenarios institucionales define no solo las causas que se defienden, sino también la credibilidad de las instituciones mismas.

Convertir la vocería en un espacio de disputa personal degrada el valor de la palabra pública y erosiona la legitimidad del discurso.

El problema es más profundo. Estudios sobre populismo y mediatización muestran que cuando la política se reduce a un intercambio de acusaciones, el debate se transforma en espectáculo: lo que importa no es la solución de problemas, sino quién logra el golpe más fuerte en cámara.

Esa dinámica incrementa la violencia verbal y normaliza la confrontación como forma de hacer política. Pero ¿qué gana la ciudadanía con este barro? Nada. Pierde la causa ambiental que motivó la protesta, pierde la confianza en sus representantes, y pierde el respeto por las instituciones.

Las formas, insisto, también cuentan. Cuidar la palabra y el gesto no significa renunciar a la firmeza en la defensa de causas; significa reconocer que la legitimidad de un reclamo no puede sostenerse en descalificaciones personales.

Una política que convierte la defensa del honor en espectáculo termina por debilitar la defensa de los derechos colectivos. Y allí está la verdadera pregunta: ¿quién se beneficia cuando la causa del agua se ahoga en el ruido de los insultos? (O)

Dra. Caroline Ávila

Académica. Doctora en Comunicación. Especialista en Comunicación Estratégica y Política con énfasis en Comunicación gubernamental. Analista académica, política y comunicacional a nivel nacional e internacional.

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