
Han transcurrido dos semanas desde la instalación de la nueva Asamblea Nacional —o, como se autodenominó, una “Asamblea diferente”—, sin que exista una acción concreta que respalde esa promesa de transformación. El lema quedó, hasta ahora, en el terreno de la retórica. Lejos de mostrar un cambio de fondo, el primer acto institucional dejó ver la persistencia de viejas prácticas: la exclusión de las fuerzas de oposición en la conformación del CAL reveló no solo una estrategia de imposición, sino una ruptura con los principios mínimos de pluralidad y representación democrática. La ausencia de la Revolución Ciudadana en el Consejo evidencia un reparto discrecional del poder, justificado —desde el oficialismo— como una garantía de gobernabilidad.
La distribución de las comisiones legislativas no fue distinta. Se impuso, una vez más, la voluntad del Ejecutivo, con la venia de una mayoría parlamentaria que parece más preocupada por complacer al Gobierno que por establecer un equilibrio de poderes. El primer proyecto de ley enviado con carácter económico urgente fue acogido de forma casi automática por el CAL y canalizado sin cuestionamientos por la comisión respectiva. El trámite exprés solo confirma lo que muchos temían: una Asamblea dispuesta a funcionar como extensión del Ejecutivo.
En este escenario, el presidente de la Asamblea, Niels Olsen, enfrenta el desafío de devolverle a la política su carácter ciudadano. Su perfil conciliador podría ser una fortaleza, pero también un riesgo si se reduce a una función notarial. Dejar que fluya la agenda gubernamental sin contrapesos no es ejercer liderazgo institucional, es abdicar del mandato parlamentario. La Asamblea no debe ser un apéndice del Ejecutivo. Su rol es generar propuestas legislativas propias, articular la diversidad ideológica del país y garantizar el equilibrio democrático. Hasta ahora, esa responsabilidad está pendiente.