De acuerdo a Unicef, en el Ecuador el 36,5 % de niños y niñas menores de cinco años vive en condición de pobreza.
Uno de cada cinco menores de dos años sufre de desnutrición crónica.
Uno de cada dos niños y niñas menores de cinco años sufre maltratado físico o psicológico en sus hogares. Todo eso sin contar con la violencia sexual.
Aquel es un cuadro, si no devastador, sí extremadamente preocupante.
Las políticas implementadas por los diversos gobiernos, algunas con apoyo internacional, no han sido suficientes como para poner freno a un problema atávico.
Se creería, más bien, que ha crecido; o esta es una percepción, producto de no entender cómo el Estado lo enfrenta con cierta ligereza, con programas, en el mejor de los casos, asistencialistas, es decir, sin atacar las estructuras.
El gobierno del entonces presidente Guillermo Lasso se propuso, como prioridad uno, luchar contra la desnutrición crónica infantil, destinando ingentes recursos del presupuesto del Estado.
Nadie rinde cuentas del programa aplicado, si ha merecido continuidad durante la administración de su sucesor, y si aún cuenta con presupuesto fijo.
Pero, insistimos, tan grave problema está allí. Es la muestra palpable de una realidad social que muestra de cuerpo entero al Estado.
Esta vez, con motivo de la celebración del Día Mundial de la Infancia, la Unicef y la Vicepresidencia de la República suscribieron un acuerdo “con el objetivo de proteger y garantizar los derechos de todos los niños, niñas y adolescentes”.
Según la información difundida, la Unicef se ha involucrado con énfasis en dos temas: la desnutrición crónica infantil y el reclutamiento de menores. Este último, así lo entendemos, consecuencia del crimen organizado, uno de cuyos métodos condenables es reclutar a menores para involucrarlos en sus actividades delictivas.
Todo cuanto se haga, pero de manera efectiva, por el bienestar de la niñez y adolescencia, es aplaudible.








