Tiempo atrás, alguien dijo: en el Ecuador las elecciones son un deporte nacional. Entre este sarcasmo y la realidad no hay mayor distancia.
El Código de la Democracia, eufemismo de la anterior Ley de Elecciones, prevé comicios cada dos años, amén de las convocatorias a consultas populares y referendos a las cuales apelan algunos gobernantes.
En unas se eligen al presidente y vicepresidente de la república, y asambleístas. En otras a alcaldes, concejales, prefectos y miembros de las juntas parroquiales rurales. En esto último es que un año antes ya está embarcado el país.
Alcaldes de varias ciudades han anunciado su interés por la reelección. Hasta muestran encuestas en las que asoman como potenciales ganadores, justo en tiempos en los cuales estas mediciones no pasan por un buen momento. Cada vez resultan menos creíbles, menos profesionales; y, lo peor, mantienen contratos con quienes les pagan.
Los prefectos en funciones, si la ley les permite, también olfatean la reelección; igual los concejales; igual los vocales de las JPR.
Y, claro, si están enfocados en ese propósito, si lo han anunciado, ya trabajan con la mira puesta en las urnas.
Tienen amplísima ventaja con sus posibles oponentes. Toda la maquinará institucional se pone a su servicio. Son dineros públicos, supuestamente prohibidos de usarlos con aquel propósito.
Hablamos de una campaña política anticipada y bien camuflada, aunque en ciertas circunstancias, ni tanto.
A su debido tiempo se sabrá a cuántos alcaldes y prefectos les apetece la reelección. Si fueron electos por primera vez, con mayor razón, bajo el argumento de que cuatro años no bastan para cumplir sus planes de trabajo, si bien muchos no han sido ejecutados es porque la realidad financiera les puso en su sitio.
La calentura política está en marcha; pero casi todos los ecuatorianos viven su día a día lejos de ese barullo.


