Desde la antigüedad, se ha sostenido la idea de que poseer información otorga influencia y poder. Esto se debe a que, durante siglos, el acceso al conocimiento estaba restringido a ciertas élites: gobernantes, sacerdotes y académicos. Controlar el conocimiento les permitía tomar mejores decisiones, anticiparse a los hechos y, en consecuencia, ejercer dominio sobre el resto de la sociedad. La alfabetización y los libros eran privilegios de unos pocos, diferenciando a las clases dominantes del pueblo. La religión moldeaba creencias y normas sociales, la información estratégica definía victorias en la guerra, y el conocimiento en economía y comercio facilitaba la acumulación de riqueza y poder.
Hoy, esta barrera ha sido completamente derribada con la llegada y el dominio absoluto de las redes sociales. Ahora, cualquier ciudadano con un teléfono y una cámara puede compartir información en cuestión de segundos con cualquier rincón del mundo.
Sin embargo, esta democratización del acceso a la información también ha traído consigo riesgos alarmantes. Junto a la difusión del conocimiento, coexisten la manipulación, la desinformación y el morbo social. Hemos sido testigos de cómo el honor y la reputación de personas han sido destruidos por mensajes virales basados en falacias. La verdad, muchas veces, se desdibuja entre distorsiones interesadas y juicios precipitados.
Ante este panorama, cabe la reflexión: ¿A dónde fue el conocimiento que perdí con la información, y a dónde fue la sabiduría que perdí con el conocimiento? (O)