La renuncia de la fiscal general Diana Salazar, en funciones prorrogadas desde el 8 de abril de 2025, sorprendió al país.
Sorprendió por cuanto ella, previa consulta a la Procuraduría, decidió continuar en el cargo hasta ser legalmente reemplazada.
Tras dimitir, como era previsible, las reacciones van desde el reconocimiento por su labor, valiente para la mayoría de ecuatorianos, aun a costa de su vida, hasta de expresiones cargadas del más rancio encono e improperios, en especial de algunos políticos y otros personajes del mundo delictivo, a quienes investigó y fueron condenados a la cárcel.
Sin lugar a dudas, su trabajo frente a la Fiscalía trascendió, incluso internacionalmente, resurgiéndola del muladar a donde fue llevada por sus antecesores inmediatos, serviles a los gobernantes de turno.
Para quienes buscan justicia, luchar contra la impunidad, contra a la corrupción, contra las mafias de toda índole, Diana Salazar deja un legado, un ejemplo; no así para sus detractores cuya consigna era destituirla políticamente, acusándola de parcializada o de perseguir.
Empero, ampliando el contexto en el cual se produce la renuncia, esta llega a cinco días de la posesión de Daniel Noboa para su segundo mandato (no deja de ser un duro golpe); de la preterida integración del Consejo de la Judicatura, una de cuyas ternas, precisamente la debió enviar el presidente hacía mucho tiempo; de la reelección del titular del Consejo de Participación Ciudadana, supuestamente con el visto bueno desde Carondelet; del siempre “incómodo” preso Jorge Glas; o del apaciguamiento, por su situación judicial, del alcalde Guayaquil, uno de los primeros en reconocer la victoria del mandatario.
La Justicia, aquí y en cualquier parte del mundo, siempre está en el ojo de los gobiernos, y casi nadie se libra de no pretender controlarla. El tiempo lo dirá.
El nuevo fiscal, cuya elección está en veremos, deberá no solo igualar, sino superar el trabajo de Diana Salazar.
