Entre sorbos y silencios: el vino y su experiencia sensorial

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En un mundo que corre sin tregua, hay algo profundamente humano en detenerse al final del día, servir una copa de vino tinto y contemplar la vida. No como evasión, sino como reencuentro. Porque el vino —más allá de su cuerpo, aroma y sabor— tiene memoria. Nos conecta con lo ancestral, con la tierra, con la paciencia. Con nosotros mismos.

Beber una copa de vino es participar de un ritual antiguo. En Mesopotamia ya se brindaba por la vida y la cosecha. En Grecia se hablaba de la verdad que surge con el vino. En Roma, los senadores lo bebían antes de tomar decisiones. Y hoy, miles de años después, una copa sigue teniendo ese poder de abrir el pensamiento y ablandar el alma.

El vino tinto no exige velocidad ni distracción. Al contrario, obliga a desacelerar. A mirar. A oler. A saborear. Es pausa líquida. Es espejo sutil. En su profundidad oscura puede caber una conversación, una confesión, una idea. Y en su calidez, el alivio de quien necesita sentirse vivo con sencillez.

Dicen que una copa al día hace bien al corazón, que mejora la circulación y alivia tensiones. Pero quizás su mayor beneficio no esté en la química, sino en su capacidad de hacernos más humanos: más lentos, más atentos, más presentes. No se trata de cantidad, sino de intención. De beber no por costumbre, sino por respeto al instante.

Así, con una copa de vino tinto entre las manos, uno no solo brinda: uno agradece. Por lo vivido, por lo que falta, por lo que aún puede soñar. Porque el vino, cuando se bebe con alma, no embriaga: ilumina. (O)

Ing. Marco Piedra

Ingeniero Comercial. Doctor en Ciencias Económicas y consultor corporativo. Autor de varios libros y publicaciones científicas. Profesor universitario y director corporativo de un grupo empresarial.

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